CARACAS (AP) — No son duendes en el taller de Santa preparándose para Navidad, pero para muchos niños en Venezuela es como si fuesen sus ayudantes todo el año.
Con gran esfuerzo y dedicación un grupo de voluntarias recicla y le dan una nueva vida a juguetes y muñecos de felpa en el llamado Hospital de Peluches en Caracas.
Restaurarlos con el propósito de donarlos y hacer felices a niños en situación de vulnerabilidad o que están recluidos en hospitales es el mayor premio para las voluntarias.
La idea surgió con naturalidad. Como muchas madres, las voluntarias se encontraron preguntándose qué hacer con los juguetes que sus hijos dejaban en el olvido a medida que iban creciendo. Otras conservaban en un rincón de sus casas los compañeros de aventuras de sus nietos que partieron al exilio junto a sus padres en la mayor ola migratoria de Venezuela.
A lo largo del siglo XX el país sudamericano fue un importante receptor de migrantes de Europa y otros países de la región atraídos por la prosperidad de la entonces rica nación petrolera. Pero las recurrentes crisis económicas y la inestabilidad política dieron vuelta la ecuación y desde 2014 se estima que unos 7,7 millones de venezolanos han salido de su país en busca de mejores condiciones de vida, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Botar los juguetes o dejar que el tiempo los deteriorara no fue una opción para Lilian Gluck, una docente que decidió donar en una Navidad lo que habían dejado sus hijos al emigrar.
Esa fue la semilla del proyecto para crear el Hospital de Peluches en 2017, una fundación sin fines de lucro dedicada a recolectar, restaurar y obsequiar peluches, juguetes y juegos didácticos.
En aquella primera ocasión Gluck lavó y arregló los juguetes de sus hijos y con otras vecinas y amigas decidió donarlos a los pacientes infantiles del Hospital Universitario de Caracas, adonde acuden en su mayoría personas de bajos recursos procedentes de todo el país.
El entusiasmo de los niños fue tal que al año siguiente, junto a su hija, diseñaron un logo e imprimieron volantes para desarrollar el proyecto y multiplicar las donaciones, relató Mirady Acosta, una arquitecta de 63 años, que representa al Hospital de Peluches.
Gluck convirtió el patio de su casa en un taller mientras la sala principal y varias habitaciones fungen como depósitos y sala de exhibición de los juguetes que pronto estarán en las manos de un niño.
Con el tiempo a la labor de recolectar y escoger dónde llevar los juguetes se han sumado muchas personas, comerciantes y centros educativos. Los pedidos llegan de organizaciones de beneficencia y atención a los niños.
El hospital se convirtió en una “comunidad muy grande de personas que están trabajando en función del objetivo de que los peluches lleguen a casa de un niño”, añadió Acosta, destacando que por sus costos en muchos hogares los juguetes no son una prioridad.
En Venezuela, donde los salarios se fijan en bolívares y los precios tienen como referencia su valor en dólares, el salario mínimo que reciben millones de venezolanos es de 130 bolívares al mes, unos 2,70 dólares, mientras el ingreso promedio en el sector privado es de unos 110 dólares mensuales. Los juguetes más económicos oscilan entre los 6 y los 30 dólares.
Los motivos para sumarse a las labores de restauración de juguetes son diversos y no tienen distinción de edad o profesión. En el hospital trabajan costureras, educadoras, ingenieras y médicas de diversas clases sociales y religiones, desde Gluck, que es de origen judío, católicas y evangélicas. El denominador común es “ponernos manos a la obra con alguna cosa que sea de provecho” y llevar alegría a los que más la necesitan, dijo María Poleo, de 84 años, mientras cosía un peluche gigante.
Poleo, una de las casi 60 voluntarias que se reúnen al menos dos días a la semana, destacó que aunque no es una actividad complicada, dado que “todas en algún momento hemos sido costureras, remendonas”, sí “exige tiempo dejar a los muñecos como nuevos”.
Una vez que son lavados se realiza una minuciosa revisión para coserlos, peinarlos, agregarles ojos, relleno, quitarles las manchas y vestirlos.
Reciclar juguetes, además, “es una terapia para todas nosotras. Todas las que venimos aquí hacemos terapia haciendo esto, una terapia de apoyo unas con las otras”, comentó Silvia Heiber, de 72 años, voluntaria desde hace casi tres años.
La labor parece no tener límites. “Aquí en este hospital pasa algo muy interesante”, dijo Heiber, “cuanto más damos, más recibimos” para reciclar. En siete años han reciclado más 70.000 muñecas y peluches.
Los juguetes son entregados en hospitales y colegios de barriadas pobres pero también en hogares de ancianos. La idea es que lleguen a todo aquel “que necesite un poco de cariño”, resaltó Heiber. Aparte de los juguetes se donan también útiles escolares, pañales, zapatos, alimentos y golosinas.
Martha Velasco, una de las primeras en unirse a la fundación y creadora de la sala de exposiciones donde se acumulan los peluches listos para ser donados, dijo que los adultos también quedan fascinados al recibir peluches y muñecos, sobre todo piezas raras de personajes de cine y televisión de otras épocas como Swee’Pea (Cocoliso de Popeye) o el Topo Gigio, una afamada marioneta de la televisión italiana creada en 1958, porque les recuerda a su infancia.
Velasco relató que un señor muy enfermo en una clínica le comentó a una voluntaria que de niño le gustaba la marioneta y como tenían al Topo Gigio en su depósito se lo llevaron. “Ese señor que estaba ya agonizando fue feliz en ese momento”, expresó.
La fundación también recibe donaciones del extranjero, incluidos peluches y juguetes nuevos.
Cada juguete lleva una referencia que pasa inadvertida para los más pequeños, pero que a los niños más grandes les enseña el valor de reciclar. En sus etiquetas se pueden leer mensajes como: “Hola, soy tu nueva amiga, soy una muñeca con experiencia, pues jugué con otra niña. Quiéreme y cuídame que yo haré lo mismo contigo. Cuando seas grande regálame a otra niña que me quiera y juegue conmigo como tú”.
“Yo doy las gracias al hospital, ha sido una de las mejores experiencias que he tenido”, dijo Mirna Morales, una profesora de 76 años, quien durante una visita a su hija en Chile estuvo año y medio varada en ese país por la pandemia del COVID-19. Pasando el tiempo vio una publicación del hospital en Instagram, se puso en contacto con su fundadora y cuando finalmente pudo regresar a Venezuela no dudó en incorporarse como voluntaria.
“Soy voluntaria los jueves en la tarde, luego de dar clases; me relajo, converso, me río y hacemos un trabajo muy positivo para ayudar a los demás”, añadió.
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El periodista de The Associated Press Andry Rincón contribuyó a este despacho.